jueves, 18 de noviembre de 2010

Sobre la corrección política y la libertad de expresión...

Está tan de moda últimamente en ámbitos liberales criticar la corrección política cuando según quién dice según que cosas, que a uno le dan ganas de meterse bajo tierra.

Resulta que si Sánchez Dragó cuenta en un libro que se tiró a dos prostitutas japonesas de 13 años y que en realidad ellas casi le violaron, se trata de un mero acto de libertad de expresión creativa que ha de ser protegida. Y que si Salvador Sostres se dedica a contar que le molan más las niñas de 17 años porque no huelen a ácido úrico y parecen lionesas rellenas, aparte de estar mucho más dispuestas a agradar en la cama, y lo dice en un plató lleno de gente, entre trabajadores, público asistente y compañeros de tertulia, es una conversación privada a la que nadie debería tener acceso.

Y según dicen algunos defensores, si la gente se queja es porque:
a) Son personajes afines a la derecha, y sus detractores son unos progres tendenciosos.
b) Porque hay un exceso de corrección política (también impulsada por la perniciosa y siniestra izquierda) y la gente no tiene la libertad de decir lo que piensa.

Y yo comienzo a pensar que el mundo empieza a ir al revés.

Porque sí, entiendo que la ley dice que una niña de 13 años puede irse a la cama con quién quiera, así que Dragó ni siquiera hizo apología de la pederastia. Pero el suyo no deja de ser un comentario que puede ser criticable por lo repugnante que nos parece a muchos el que un adulto contrate prostitutas de 13 años. Y, quizás me equivoco, pero a mí me vendieron su libro como una especie de colaboración autobiográfica entre Boadella y él, así que ¿en que quedamos? ¿Es la libertad creativa de un pergeñador de historietas? ¿O es parte de las memorias de una persona con un comportamiento personal perfectamente criticable?
Para convencerme de que en realidad Dragó estaba intentando escribir una nueva versión del "Lolita" de Nabokov (insigne entomólogo, por cierto) ya llegan tarde...

Y sí, al señor Sostres le han publicado en internet y luego en otros medios una conversación que él ni esperaba ni había dado permiso para que se emitiera. Y sí, puedo entender que estaba de cachondeo.
Pero de un cachondeo de muy, muy mal gusto, y ante el público asistente al programa, lo que hace que sus expresiones no tuvieran nada de privadas, expresando además ideas machistas primero y xenófobas después, para un conjunto como poco vergonzante. Al final, cuando se le hace ver lo inapropiado de su chanza ante el tipo de asistentes, decide continuar con su gracieta, como si diese igual que fueran niños. Y a posteriori nos ha tratado de convencer de que, por el simple hecho de no estar retransmitiéndose en directo por televisión, se trataba de una conversación privada , como si todas esas personas que le rodeaban y asistían al debate en el que participaba, o aquellos que trabajaban en el plató, evidentemente centrados en los tertulianos todos ellos, se hubiesen desconectado igual que la emisión.
Si estuviera en el autobús con un amigo y me dedicara a decir lo mismo que ha dicho Sostres, no me quejaría de que alguien que me oyera me llamara la atención, al revés, se me pondría la cara roja. Porque el ámbito en el que mantengo la conversación también marca su nivel de privacidad. Y eso que en el autobús nadie estará allí para oírme específicamente a mí, como si ocurre en un plató con público.

Se habla muy a la ligera de la corrección política, como si el respeto al otro fuese una cuestión de hipocresía y no de buena educación, y como si al final la gente que procura ser respetuoso con los demás fueran falsos o reprimidos que no muestran al mundo libremente su personalidad.
Y lo cierto es que no, que va mucho más lejos. Que es una cuestión de profunda carga educativa. Que se puede tener el humor más negro y hasta el más soez del mundo cuando uno está en total confianza, pero se está obligado a guardar cierta compostura cuando se está delante de otros a los que ni conocemos ni podemos juzgar apropiadamente, otros a los que igual ofendemos imprudentemente. Y que cuando tenemos opiniones que sabemos que pueden ofender a otros, no hace falta expresarlas sin más solo porque sean nuestras ideas, pues al final nada nos asegura que no estemos equivocados.

Al final a mí me queda el regusto ácido de que se está prostituyendo el concepto de libertad, que se emplea erróneamente para definir algo parecido a "lo que a mí me de la gana", sin plantear ni por un segundo que es algo mucho más profundo; algo cargado, sobre todo, de responsabilidad. Es ese mismo concepto de libertad al que se aferran los que defienden su libertad de disfrutar de las corridas de toros o la de fumar en espacios públicos cerrados, sin plantearse consecuencias de ningún tipo.

Y duele ver como muchos que se denominan a si mismos como liberales hacen tanto daño a un término tan esencial para asegurar el respeto mutuo que tanta falta nos hace. Y como se critica y ataca la tolerancia ante la diferencia, como si fuese una muestra de cobardía y no una muestra de valor ante el miedo a lo desconocido.

Que penita, de verdad...